En el último tercio del siglo XIX, las enfermedades asolaban a Chile. Una de ellas, el cólera, entraba en 1866 con ímpetu, golpeando fuertemente la salud de los habitantes del país. La enfermedad, que ya estaba en Mendoza desde hace un tiempo, llegó al país, desde San Felipe, justo el 25 de diciembre del mismo año, y ya en enero, llegaban los primeros contagios a la capital en el barrio de barrancas. Para 1887 ya se había extendido por el norte del país.
Sus síntomas eran, entre otros, la deshidratación, diarreas, sudoración fría y vómitos. La muerte, podría llegar en oportunidades 48 horas después de los primeros síntomas.
La propagación de la epidemia instó al gobierno a crear un comité ejecutivo para Santiago el 7 de enero 1887, el que estuvo compuesto por nueve integrantes de los más diversos ámbitos del quehacer nacional; llama la atención que solo existiera entre ellos un médico: José Joaquín Aguirre, decano de la Facultad de Medicina.
Gran cantidad de personas se contagiaron en muy poco tiempo, por lo que el miedo y la desesperanza inundaban a la población, la muerte rondaba por todas partes. Tal como se señala en el libro “Historia de la vida privada en Chile”, de los historiadores Cristian Gazmuri y Rafael Sagredo: “Los fallecidos eran trasladados en carretas y se les enterraba en un sitio aislado llamado Higueras Zapata -el que fue clausurado tras el fin de la pandemia-, o en el “patio de los coléricos” habilitado en el Cementerio General. Para evitar aglomeraciones se prohibió el rito fúnebre, y los cuerpos eran envueltos en lona, sin ataúd. Además, se les rociaba una solución de sulfuro, con la que se creía, se reducía la posibilidad de contagio.”
La crudeza de la epidemia, obligó al gobierno de Balmaceda, recién electo, a establecer cordones sanitarios y controles de tránsito, pero al parecer, la medida no surtió gran efecto, dado que la enfermedad duró casi dos años, y los contagiados, no se detenían, solo disminuían de manera estacional con la llegada del otoño, pero se reactivaban, posteriormente durante la primavera.
En vista del fracaso de los cordones, es que se optó por reforzar el tratamiento de los enfermos. Allí, de acuerdo a Sagredo, se buscó “educar a la población en medidas de prevención e higiene: el baño diario, hervir el agua, evitar el consumo de alimentos crudos, entre otras. Además, en un país con alta tasa de alcoholismo, estaba arraigada la idea de que el consumo abundante de bebidas alcohólicas contribuía a la prevención del mal, lo que estaba totalmente infundado”.
Se calcula que en dos años fallecieron entre 28 y 40 mil personas, en una población de cerca de 2.5 millones de personas, vale decir cerca del 1.5% del total de los habitantes del país.
La epidemia alertaba al Estado y enviaba señales inequívocas que se debía fortalecer la salud pública, para ello, se buscaron terrenos en los cuales construir nuevos hospitales o “lazaretos” – modo en que se les denominó en alusión al “mal de Lázaro” o comúnmente conocida como “lepra”-, situación que ya se venía estudiando desde el último brote del año 1872. En 1886 la Junta Norte adquiere un terreno contiguo al Cementerio general, construyéndose en 1887 las primeras salas. La crisis asistencial, había obligado la acelerada ocupación del “Lazareto del Norte o del Cementerio” como se le llamó en sus comienzos. Con el fin de la epidemia en 1888 se cierra el hospital que, según cifras, debió lamentar la muerte de cerca del 40% de sus pacientes internados. Desde el año 1889 comenzó a ser llamado “Hospital San José”.
En 1892, el San José enfrentó una nueva epidemia de cólera, hecho que llevó al gobierno a construir un nuevo pabellón y una sala de niños para dar atención a los enfermos. Cuatro años más tarde se construyeron las salas San Luis y Santa Filomena, mismo año en que fueron diseñadas su entrada colonial y su zaguán.