Concurso de Fotografía y Relato Patrimonial
Segundo lugar, categoría antes del 2000
Autor: Álex Zapata Romero

La fotografía como documento social, como testigo de una forma de vida en un momento particular, lamentablemente no devela todo su torrente, su potencia indiciaria por sí misma. Necesita de una narrativa, nacida de recuerdos, a su vez florecidos de experiencias y sapiencias que son en definitiva las que canalizan y dan sentido al flujo testimonial. Este relato pretende ser esto para la imagen presentada, su complemento su contextualidad, declarando desde ya, que quien escribe es hijo del niño retratado.
Al océano terroso-pardo conocido como Mapocho desembocan tres ríos de asfalto que riegan de vida a La Chimba. Uno de ellos fue bautizado con el nombre del célebre arquitecto Fermín Vivaceta. De su otrora cauce adoquinado, corredor de caballos y carretelas, brotan brazos en dirección poniente, y atrae brazos desde oriente, desde otro río, el mayor llamado Independencia. De los brazos que se le desprenden al poniente, contamos la antigua calle Corregimiento hoy tristemente rebautizada con el nombre del sacerdote asesinado en la Catedral por un psicótico fanático del ocultismo y heavy metal extremo. De un desvió de su primera cuadra, específicamente donde fallece la calle Capitán Bynon surge el pasaje Veintiuno de Mayo, como si de una acequia de Corregimiento se tratase. De hecho la tercera acequia-pasaje, la más larga, que parten su curso oriente-poniente desde Capitán Bynon.
¿Qué nos regala esta estampa de tiempo? Por una parte una panorámica casi total del pasaje tal como era el año 1947. Por otra parte nos obsequia el origen, el acta fundacional de una amistad forjada en ese espacio, amistad habitante que traspasará los protagonistas captados, su apego de vecindad, perdurando hasta el día de hoy fuera de sus límites físicos. Los niños corresponden a mi padre Luis Tomás Zapata Villaseca (1945) junto a su vecina de frente, su primera amiga Mirma Meza Guzmán (1944) madre de mi mejor amigo Cristián. La casa de mi papá era la última en su vereda norte (número 121), como contrapartida la casa de Mirma era (es) la última de la vereda sur, la número 130. Ambas chocaban con un alto muro que aún marca el límite poniente del pasaje, su final. Muro que soportaba los juegos diversos algunos extintos otros que pasan generaciones. Tras el muro se ubicaba un gran peladero usado por entonces como bodega para apilar cajas de frutas vacías, seguramente perteneciente a algún locatario de La Vega o ferias libres. Representaba para ellos un espacio desconocido, prohibido, que hacía volar la imaginación, pero que cada cierto tiempo se abría a la comunidad, ubicando en sus dependencias los circos barriales que pasaban por el sector. La imagen de aquellos niños nos remite a lo que podría ser la moda y estética infantil en sectores populares de Santiago, su ropa diferenciada por sexo, su peinado o corte de pelo atestiguan aquello. Delante de ellos (fuera de foto) se situaban sus madres Elvira y Ema matriarcas supervisoras de sus primeros pasos, de sus primeras aproximaciones al espacio público, a la tierra, al juego y la vecindad. La fotografía pareciera evidenciar aquella infancia que convivía segura y libremente en la “calle”, cuando todavía estás no le pertenecían a los automóviles.
Por esos años, el veintiuno de mayo, pertenecía a la comuna de Conchalí y a un barrio Vivaceta más simple y local, este pasaje al igual que cualquier pasaje se presenta como una calle estrecha y corta. Su historia tomando como partida la fotografía podría ser además la historia de una urbanización en marcha, en proceso, donde con el movimiento del tiempo se contrasta la imagen vista, con el momento experimentado por quien escribe y por último con el tiempo actual. A tres bandas podríamos decir. En este sentido, transitó de una aridez casi total a una forestación en crecimiento. Llama mi atención que lo primero plantado, fueron postes de alumbrado público, más que árboles o plantas. Igualmente llamó mi atención, que hoy en día, el árbol más frondoso y mejor cuidado sea el situado frente a casa de Los Meza, lo que atribuyo a las habilidades jardineras que la señora Ema logró transmitir a sus familiares como herencia intangible de apego a la tierra y amor al terruño. Igualmente la fotografía nos habla de un devenir desde la tierra al pavimento actual, pasando por el empedrado rasposo que habitamos, transitamos al igual que nuestros padres (Luis y Mirma), primero como niños jugando a las bolitas, a la pelota, a la payaya, escondida, luche, al volantín, a pelearse, y luego, como adolescentes nómades, quien escribe y Cristián.
Finalmente, desde la fotografía detectamos la evolución de cómo las personas inventan su cotidianidad desde una morada conectada con el afuera, que este caso era el pasaje como una extensión del hogar, hasta una cotidianidad actual caracterizada por lo interno refugiada tras los muros del hogar, que necesita menos del afuera. No es casual que en los tiempos de la fotografía, las casas permanecían abiertas, sin miedo al robo al intruso, sin traumas a los ojos de un vecino crítico o chismoso. “Casas de puertas abiertas” contraria a la casa como fortaleza inexpugnable tal como aconsejaba el siniestro perro de Fundación Paz Ciudadana. Nosotros con mi amigo fuimos-somos actores históricos de transición, miembros de una generación de pasaje, entre un modo en que las personas usaban su entorno próximo comunitariamente, a pesar de las carencias en calidad de vida, quizás a raíz de esas mismas carencias, pero conectándose más, siendo más cordiales como lo fueron nuestros padres. A un presente menos carente en lo material, pero más carente de comunidad inmediata, ya que la busca y encuentra en línea, una vida carente de trabajo colaborativo más allá de la familia, una vida incluida la infantil de juegos intramuros, muros de la casa, centro comercial o la web. Una generación de cabros chicos sin calle o mejor dicho sin pasaje.