Sylvia despertó esa mañana muy temprano, como todos los días. Su trabajo en el Hospital de la Fuerza Aérea de Chile, en el cual se desempeñaba como Auxiliar de Enfermería (actuales TENS) la convocaba en sistema de turnos. Como era habitual, salía con bastante anticipación para realizar el largo viaje desde la Plaza Chacabuco, en Independencia, hasta la calle Las Condes, de la misma comuna. Ese día 11 de septiembre, se trasladó a encontrar el bus de acercamiento que los llevaba al sector oriente de la capital desde calle Bulnes, cruzando casi toda la ciudad. Pese a las dificultades de aquel momento, el personal en su interior, logró llegar como todos los días, antes de las 8.00 a.m., sin mayores complicaciones.
Una vez allí, en la atmósfera del recinto se sentía algo extraño, quizás era el anuncio de lo que vendría luego. Inusual era ver a esa hora, más temprano de lo que solía ocurrir, la presencia de los altos mandos en el hospital.
A los pocos minutos, se comenzaron a recibir noticias de los acontecimientos que estaban ocurriendo en La Moneda, pese a que, por ser recinto militar, se mantenía cierto resguardo de la información. Aun así, la TENS logró llamar a su casa para advertir que sus hijos no fueran ese día a la escuela.
Una señal inequívoca del momento que se vivía y de los futuros eventos que se aproximaban fue la decisión de la jefatura de dar de alta a los pacientes más temprano de las 12.00 a.m, que era el horario habitual para estos efectos. La medida, por cierto, se debía al conocimiento del alto mando respecto al inminente bombardeo a La Moneda.
Hoy se sabe que, desde carriel Sur, Concepción, a las 11.00 a.m., habían despegado los cazabombarderos Hawker Hunter que tenían la misión de bombardear las antenas de radios fieles al gobierno de Allende, su residencia ubicada en calle Tomás Moro y la casa de gobierno en la Alameda.
Siendo poco más del mediodía, junto a algunas compañeras, Sylvia se encontraba llevando a los pacientes dados de alta hasta las ambulancias. Observó a un grupo de oficiales que reía mientras miraban a través de sus binoculares; seguramente, disfrutando el humo de la detonación de las bombas en la residencia del presidente Allende, la cual se situaba a muy pocas calles del hospital de la FACH. En ese mismo instante, se sintió un estruendo ensordecedor y a continuación, una exclamación que inundó el ambiente, ¡se equivocó el huevón!. La expresión daba cuenta del error de un piloto que lanzó uno de los rockets contra el hospital, saltando esquirlas a diversos lugares, obligando a los observadores a correr despavoridos mientras se lanzaban al suelo y se parapetaban en una pared cercana.
Con el tiempo, se supo que los aviones piloteados por el capitán Eitel Von Mühlenbrock y por el teniente Gustavo Leigh Yates, hijo del comandante en jefe de la FACH y miembro de la Junta de Gobierno Militar, había sido el piloto que había equivocado el blanco, dando de lleno en las dependencias del Hospital de la FACH.
Luego de eso, muchos de los funcionarios fueron autorizados para salir del recinto. Los buses de acercamiento, sólo los llevaron hasta calle Salvador, porque desde ahí hacia el poniente, se encontraba bloqueado el paso. Esto significó para Sylvia un largo caminar de más de una hora hasta llegar a su casa; y un largo peregrinar de cientos de santiaguinos que volvían a casa desde sus trabajos, en una ciudad que estaba sin transporte público.
Una vez en su hogar, casi como un trofeo, Sylvia muestra una esquirla que trajo como testigo del bombardeo, prueba inequívoca de la poca conciencia del momento que vivía el país, el que recién comienza a asimilar una vez que se entera de la muerte del presidente Allende y el control total que tenían los militares.
Los días van pasando, la incertidumbre y el miedo se apodera de las personas; el silencio se convierte en el compañero habitual. La apatía, el no ver, o no enterarse, parecían ser los mecanismos de defensa o la actitud que muchos adoptaron.
En el hospital no se decía nada acerca de los acontecimientos. En la casa Sylvia, en tanto, se vivía con el temor que la vivienda de calle Agustín Meza # 2133 fuera allanada por los militares, fundamentalmente, por el rol de su esposo Luis, conocido dirigente sindical, simpatizante del gobierno popular y actor clave en el triunfo de Allende en la 5ta comuna La Cañadilla, el año 1970.
Había pasado casi un mes desde el bombardeo al hospital y nada hacía suponer que algo pasaría. Ese día de octubre, Sylvia llegó temprano y, a poco de empezar la jornada, fue citada a hablar con el comandante, quien le indica que hay acusaciones que la señalan como una activista política. En el acto, proceden a despojarla de su Tarjeta de Identificación, TIFA (Tarjeta de Identificación de la Fuerza Aérea) y luego, allanaron su casillero en busca de artículos que la relacionaran con el robo de especies para ser llevados a los hospitales de campaña de acuerdo a lo que consideraban, respondía a su perfil de “activista del Partido Comunista”.
Sin más que su uniforme, la suben a una ambulancia con la vista vendada. A la pérdida de la visión, el camino le pareció interminable, tanto, que incluso llegó a creer, por su duración, que la estaban llevando fuera de Santiago. No obstante, el destino era la Escuela de Aviación Capitán Avalos localizada en el paradero 32 de la Gran Avenida con el # 10525, muy distante de Las Condes, pero dentro de la ciudad.
Una vez dentro del recinto, percibe que es trasladada a un lugar similar a un gimnasio. Al ser retirada su venda, Sylvia reconoce a compañeros de trabajo y antiguos pacientes; algunos como detenidos, otros como captores; éstos últimos le señalan que ha sido detenida porque venía “muy cargada”, y se le señalaba como activista del PC, que sabía de armas y era conocedora del siniestro “Plan Z”, dispuesto a exterminar a los opositores del presidente Allende.
La información había sido proveída por el denominado “perro Villegas”, compañero de trabajo de Sylvia del que luego se supo, funcionaba como un agente militar infiltrado en el personal del hospital, previo a septiembre de 1973.
Recuerda Sylvia que, durante un curso de enfermería, Villegas quedó muy impresionado por su locuacidad, por lo que éste le atribuyó “algún tipo de experiencia previa”, interpretándolo como “formación política”. También es probable que la visita de Allende al hospital y el interés de ella por sacarse una foto con el mandatario, fuesen suficiente evidencia para los esbirros golpistas. Esta enfermera nunca imaginó que ese simple acto significaba ser catalogada como “upelienta”, algo que en ese momento histórico era bastante peligroso.
Más de dos días tardó la citación a un interrogatorio. La condujeron con los ojos vendados a una dependencia similar a una oficina, allí le hicieron decenas de preguntas sin sentido mientras la torturaban. La búsqueda de información desesperada, hacía comunión con sus manos aferradas a un metal que lanzaba cargas eléctricas; una y otra vez, al unísono con las preguntas y acusaciones. Un esposo interventor, un arsenal de armas y el activismo político de sus hijos, a la sazón de 6 y 10 años.
Muchos hombres y mujeres estaban en ese lugar: enfermeros, médicos, matronas. Día a día, ese número incrementaba. En dos ocasiones fue recluida allí, en suma, más de un mes en el lugar de detención.
La exoneración por “necesidades del servicio”, sin paso a Tribunales de Guerra fue el argumento esgrimido. Estos papeles fueron guardados por muchos años y eran el símbolo que ocultaban lo vivido en la Escuela de Especialidades y el trato dado en el Hospital de la FACH en donde sus propias compañeras fueron obligadas a declarar en su contra. El silencio solo fue quebrado muchos años después cuando declara a la Comisión Valech. Después de largo tiempo su familia pudo enterarse del dolor y del horror que vivió en la Escuela de Aviación Capitán Avalos junto a cientos de detenidos.
Sylvia fue testigo del bombardeo fallido al hospital; una sobreviviente, como tantas y tantos otros, que desde su anónima vida convivieron con un invitado incómodo que se alojó en pesadillas internas que pocas veces fueron compartidas con sus seres queridos, una suerte de amnesia voluntaria que se apoderó de muchas víctimas de violaciones de los DDHH entre las cuales ella no fue la excepción. Su sonrisa y buen sentido del humor le ayudaron a ocultar aquellas vivencias que su mente intentaba borrar. El temor, sumado al ostracismo de los que se quedaron a vivir en una patria controlada, en la cual los derrotados eran vistos con desdén.
Los meses pasaron y el ruido de los aviones bombarderos se camufló en los anuncios de televisión, los que, auxiliados por el silencio de la prensa controlada y bajo la mirada cómplice de quienes, esperaban “con mano ajena reconquistar el poder para seguir defendiendo sus granjerías y sus privilegios”; como diría Allende y que fueron parte fundamental del proceso de facto que vivió Chile.
Hoy, a casi medio siglo de la asonada golpista que instauró la dictadura cívico militar, la necesidad de verdad, justicia y reparación, continuará siendo un imperativo ético y moral que es condición sine qua non para construir un país efectivamente democrático en que jamás, estos hechos se vuelvan a repetir.
En memoria a mi madre Sylvia Abarca Muñoz, Cabo Segundo de la Fuerza Aérea de Chile y a tod@s las víctimas y luchador@s de los DDHH en Chile.